La estrella del potrero, por Marcial Perez
Aprendí, como muchos de ustedes, a jugar al futbol en una plaza pública, poblada de hamacas, toboganes, pasamanos, sube y baja....
En ese escenario, los obstáculos a vencer eran elementos fijos, no se caían. Había que sortearlos, pero a la vez nos ofrecían un escondite frente al rival, que sí se movía. Un pasamano o dos montones de ropa eran los arcos. En uno, el gol era claro, nítido, sin discusiones, sólo generaba alegrías y tristezas. En el otro, las percepciones y las intenciones entre rivales desataban encendidas discusiones respecto a la trayectoria de la pelota, que para algunos se había dibujado por encima de un travesaño imaginario y para otros por debajo. Atábamos las hamacas a los caños para liberar un poco el espacio, pero todo lo demás se integraba al juego, inclusive la canilla del agua.
El cerebro aprendía a desenvolverse en este entorno. Hacer un pase era algo infrecuente y, en todo caso, de corta distancia, difícilmente un centro. El juego era similar al futbol, pero con obstáculos, lo que dictaba reglas tácitas, muy diferentes a las del futbol de reglamento. El entorno moldeaba respuestas específicas en nosotros, jugadores amateurs. Y las entrenábamos a diario, repetitivamente, con una deliberación inconsciente que promovía memorias espontáneas, decisiones prearmadas, engaños aprendidos.
Y es que el futbol es un juego de engaños. Cada decisión miente al rival haciéndole creer una cosa para luego hacer otra y poder con ello avanzar hacia el arco rival. El juego es engaño y su origen más que provenir de la picardía del barrio, encuentra raíces evolutivas en la naturaleza. Se ha desarrollado de manera natural y está inscripto en nuestro cerebro. Los animales lo hacen para sobrevivir, a veces en soledad y otras asociados con congéneres o miembros de otras especies. Durante el verano, cuando el alimento abunda, la pequeña ave avisa con su canto protector al pequeño mamífero que un águila depredadora se aproxima amenazando sus vidas. Durante el invierno, la misma advertencia busca que escapen abandonando su alimento para el ave cantora. No había águila, había engaño, algo natural. En cada engaño una decisión. Tomar decisiones para timar al rival requiere de una preparación adecuada y en cada ámbito, con sus características propias, se desarrollarán engaños diferentes.
El futbol que nace en una placita o en un potrero va dictando sus propias reglas que se inscriben en el cerebro definiendo la técnica y la táctica de la que cada jugador amateur se apropia. Los engaños que se desarrollaban aquí eran específicos. Del habilidoso, la estrella del potrero, nos llama la atención su capacidad de engaño individual más que su juego colectivo. Y eso es porque ha aprendido, entrenado y desarrollado una metodología de engaño propia hasta el punto de convertirse en un mago especializado en el arte del ardid. No es jugador de equipo.
Hoy, a la distancia de aquel potrero en la Patagonia y cuarenta años después, identifico ese vínculo entre el medioambiente social y los aprendizajes, las destrezas y las decisiones. Esculpir entornos de aprendizaje y entrenamiento específicos nos lleva a desarrollar la capacidad de tomar decisiones adecuadas. Debe ser deliberadamente, no casualmente.
Desarrollar el mejor jugador de fútbol implica elegir las reglas del juego en equipo. Es el entrenador quien debe crear los ámbitos y prácticas que aseguren que la toma de decisiones de conjunto establezca contacto con los aprendizajes intencionales, evitando discontinuidades, vacíos o desconciertos por creer que todo fue hecho para resolver con eficacia cuando en realidad se tomaron caminos equivocados.
Para esto vienen las neurociencias en nuestra ayuda, para que aún con recursos limitados, podamos jugar a un juego con nuevas reglas tácticas, con aprendizajes eficaces y eficientes, con expectativas asibles y con la inteligencia que el mundo nos exige y la ciencia y la tecnología hoy nos permiten. Innovar es para los iconoclastas, esos seres que desaprenden y aprenden desafiando el statu quo y el rechazo que las masas aún no han validado. Querer ser el mejor obliga a salir de la zona de confort, de arriesgar, de disfrutar el camino de nuevas experiencias y recoger los frutos de la buena suerte planificada y de las nuevas reglas que lleven a los cerebros de los deportistas inteligentes a diferenciarse del resto.